Conocí la SanSe hace cuarenta años. Era muy joven, apenas
comenzaba su vida. Pensándolo, yo también era joven. Recién me mudaba al Viejo
San Juan cuando tropecé con ella. Se apodaba La Fiesta para ese entonces.
Artistas exponían sus obras en las paredes de los edificios y las ventanas abiertas,
extendidas en un abrazo de bienvenida, ofrecían toda clase de grignoter - mayormente frituras.
Lo inevitable sucedió. Con los años poco a poco fue
aumentando su tamaño hasta hacerse ingobernable. En la teoría era su más
agresivo defensor. “¡Todos los pueblos necesitan de un carnaval!” En la
realidad aprendí a odiar esos 10 días con una pasión maléfica. Pero igual,
fuimos madurando juntos. De 10 días rebajo a un largo fin de semana. Traté de
acomodarme a sus exigencias, pero se hizo demasiada voluptuosa para mí. Tuve que alejarme.
Con el pelo canoso y blanco, ambos la SanSe y yo, decidí
hacer las paces y exponerme otra vez a la turbulencia ambiental del festival. Esta
vez me maravilló. Me pareció una peregrinación medieval por la variedad de
gente, de ropa, de tipos, de ofertas y de colores. Vi que se le dio curso y
dirección al manantial de gente que llegaba a San Juan, se removieron los
carros mal estacionados tal como anunciaron, el ruido incesante ensordecedor se
apagó a las diez como prometido. Pareció que al fin se le puso bozal a la fiesta.
Lo sentí organizado.
¡Enhorabuena!
Hay mucho bueno de qué hablar, pero seamos precavidos. ¿Alguien
recuerda el Carnaval de San Juan? A veces cuando estas festividades autóctonas se
organizan mucho se estrangula su razón de ser: un desahogo colectivo, un despojo
de lo cotidiano, una saturnalia.
Habrá que ponerle faja a la SanSe, pero por favor sin
ceñirla demasiado.
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